FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ / EL ESPECTADOR
La imagen era la misma y fue la misma durante muchos años. Un niño llamado Silvio veía a su padre, llamado Dagoberto Rodríguez, con un libro en el pecho, recostado. Le decía ven y le leía. Le leía a José Martí, le leía a Rubén Darío y a Nicolás Guillén, y el niño se transportaba. Se iba a otros mundos, y quería también construir esos otros mundos. Por eso a veces no podía terminar de escuchar a su padre y se largaba a su cuarto a soñar y a escribir, a escribir y a soñar. “Aúlla lobo” fue su primer poema, una interpretación de un texto sobre San Francisco de Asís, de Darío. “Por ahí anda el poemita”, le confesaría muchos, muchos años más tarde, al periodista Edmundo García en La noche se mueve, de una radio en Miami. El poemita era una canción sin música, pues el niño era ante todo música. Ya a los tres años había cantado en la radio una canción, Viajera, se había ganado un pastel de premio y tocaba el piano.
Pero el niño por aquellos tiempos no quería ser poeta, o no sabía qué era ser poeta. “Compañeros poetas, tomando en cuenta los últimos sucesos de la poesía, quisiera preguntar, me urge”, escribió y cantó luego, a finales de los sesenta, cuando se largó en un barco, el Playa Girón, para saber lo que era la vida de los pescadores, “que escriban pues la historia, su historia, los hombres del Playa Girón”. El niño quería ser astrónomo. Vivía fascinado por la estrellas, “Yo digo que las estrellas le dan gracias a la noche, porque encima de otro coche no pueden lucir más bellas”, pero las estrellas estaban muy lejos. Eran inalcanzables, y tendría que aprender a sumar, a multiplicar y a sacar raíces cuadradas, cosas demasiado exactas para él. Por eso prefirió escribir y hablar de otras cosas imposibles. “Yo he preferido hablar de cosas imposibles, porque de lo posible se sabe demasiado”.
Y se alistó en el ejército para defender la revolución cubana, para hacer parte de aquellos barbudos cuyas historias él había oído a escondidas en Radio Rebelde, antes, mucho antes de que ingresaran victoriosos a La Habana, en enero de 1960, cuando se encerraba en una habitación en su casa de San Antonio de los Baños, ponía papel periódico debajo de las puertas y en las hendijas de las ventanas, y encendía la radio, y mientras escuchaba los informes de los rebeldes que luchaban por el pueblo y para el pueblo, jugaba con soldaditos de plomo. A un lado, los hombres de Fulgencio Batista, el dictador. Al otro, los de Fidel Castro y el Che Guevara, y Castro y el Che y él, Silvio Rodríguez. Vestido de verde oliva compuso sus primeras canciones, y con botas de soldado raso se presentó por vez primera en la televisión.
“Eran mis zapatos, yo estaba en el Ejército y fui al programa al día siguiente de desmovilizarme. Yo me desmovilicé el lunes 12 de junio de 1967, y al día siguiente, martes 13 de junio, debuté en Música y estrellas, y los únicos zapatos que tenía eran mis botas rusas, ¿con qué iba a ir?”. Ese día cantó Sueño del colgado y la tierra y Quédate. Después del programa todo cambió para él, y todo cambió para la música y la poesía en Cuba y en el resto de América. Silvio Rodríguez era distinto, absolutamente distinto de todo lo que sonaba y había sonado. “Cuando yo lo escuché por primera vez, no entendía qué era aquella maravilla. Llamé a todos los vecinos para que lo oyeran, y todos quedamos pasmados”, diría veinte años más tarde Víctor Heredia. “Lo vimos, lo oímos y todos quisimos ser como él”, recordaría por los mismos años Amaury Pérez.
Entonces se enamoró de una muchacha que estudiaba literatura, Emilia, y ella le enseñó a César Vallejo y a Lord Byron, y le enseñó el primer amor, y por ella compuso Óleo de una mujer con sombrero, “los amores cobardes no llegan ni a amores ni a historias, se quedan allí”. Ella, también, lo dejó marcado con el primer gran dolor amoroso de su vida, pues un día cualquiera le dijo adiós y se fue a Camagüey. Fue entonces cuando le contaron del barco de la flota cubana de pesca, y él, Silvio Rodríguez, alzó su mano como voluntario. Tendría que barrer y limpiar, ayudar con lo que se necesitara, pero tendría tiempo para su guitarra. Anduvo seis meses por las costas de África, limpiando, escribiendo y cantando.
Cuando regresó, grabó con el músico Frank Fernández su primer disco, Días y flores, que salió en 1975. “Será que a la más profunda alegría, le habrá seguido la rabia ese día. La rabia es mi vocación”, cantaba. “Eso no está muerto, no me lo mataron, ni con la distancia ni con el vil soldado”, denunciaba. El golpe de estado a Salvador Allende, el 11 de septiembre de 1973, lo había sacudido, y él, a su manera, quería inmortalizar su dolor. Quería que nadie olvidara. Por eso cada una de las canciones de Días y flores fue un homenaje a través de sus confesiones. “Allí amé a una mujer terrible, llorando por el humo siempre eterno de aquella ciudad acorralada por símbolos de invierno”, “Me he dado cuenta de que miento, siempre he mentido”, “La rabia bomba, la rabia de muerte”.
Debajo de su indignación, de su dolor, estaba José Martí, como cuando su padre se lo leía, como cuando anduvo por Cuba enseñándoles a leer a los niños, a comienzos de los 60; como cuando escribió sus primeros borradores de canciones, como cuando dijo que una de sus influencias más importantes habían sido los Beatles y por ello lo estigmatizaron como proyankee y escribió “Unos dicen que acá, otros dicen que allá… Debo partirme en dos”. Y después, con los años, siempre, cuando se fue a Angola con Vicente Feliú y Pablo Milanés a hacer con sus canciones parte de la guerra contra la Sudáfrica del apartheid, o cuando se dedicó a ofrecer recitales en las distintas prisiones de Cuba. “Martí era solidaridad”, decía, “era amistad y era compromiso, compromiso con el futuro y con los muertos”, decía.
Luego, en el 95, ante la pregunta de por qué no le había compuesto una canción exclusiva a Martí, del periodista Jorge Benítez, de la revista Época, de Chile, respondió: “No, es que tendría que ser la creación total. El día que pueda hacerle una canción a Martí, cuelgo el hábito, como diría un sacerdote, porque tendría que ser mi mejor canción. Y con eso corro un gran peligro, porque el día que haga mi mejor canción, ¿qué voy a hacer después? Bueno, no voy a poder abrir la boca nunca más. Entonces, ¿para qué? Si justamente esa cosa de alcanzar lo inalcanzable, de alcanzar el horizonte, es lo que nos motiva. Si llego algún día a la conclusión de que he escrito lo mejor que voy a escribir, bueno, pues mi vida desde ese momento carece de sentido. Por eso es tan contradictorio ese fenómeno de escribirle una canción a Martí”.
De Martí aprendió que “quienes engendran la violencia no son los pueblos, son los poderosos, que se resignan a perder su poder”, y fue Martí quizás el primer recuerdo trascendente de su vida, pues su abuelo lo sentaba en las piernas y le contaba todas las veces que fueran posibles que él había conocido a Martí. “Y entonces supe que en Tampa, mi abuelo habló con Martí”. Martí lo llevó a Guillén, y Guillén al amor, y el amor a Vallejo, y Vallejo a Faulkner, y Faulkner a Hemingway, y Hemingway a Elvis Presley, y Elvis Presley a los Beatles, y los Beatles a Pablo Milanés, y Milanés a Feliú, y Feliú a lo que denominaron la Nueva Trova, y la Nueva Trova al compromiso, de vuelta. Y el compromiso por momentos fue ira. En palabras de Martí, “La copa amarga: ya mis labios tiemblan, no de temor, que prostituye. De ira”. Y la ira fue rabia, y la rabia, soberbia y convicción, “Me vienen a convidar a arrepentirme, me vienen a convidar a que no pierda… Yo me muero como viví… Y sé que me arrastrarán por sobre rocas cuando la revolución se venga abajo”.