LUIS VENTOSO / Madrid
Una sociedad articulada necesita referentes, personas de valía que se devanan los sesos, estudian los problemas y comparten su saber y sus intuiciones morales o de buen gobierno. En los dos siglos anteriores esos guías del pueblo eran los políticos, los intelectuales, la prensa y el clero. Pero en la España de hoy, los políticos son señalados en las encuestas como una lacra. Tomando la parte por el todo, se ha impuesto un cliché chillón que establece todos son unos «choris», o unos cantamañanas. Un error, porque la clase política de un país no es más que un reflejo de su sociedad. Pese al frikismo podemita y a la nutrida nómina de pillos que campa por los tribunales, la mayoría de los políticos son correctos servidores del bien público.
En cuanto a los intelectuales, el gran público ya solo les presta atención si profieren alguna boutade faltona en la tele o en Twitter. Los periodistas tampoco andamos muy boyantes de crédito. A día de hoy, nuestro prestigio debe equivaler al 3% de nuestra soberbia y suficiencia. Por último queda la Iglesia. No hay duda de que el locuaz y gallardo Papa Francisco se ha convertido en un referente planetario. Pero probablemente se le aplaude más de lo que se lo escucha.
El hombre siempre ha necesitado a alguien a quién escuchar. Así ha sido desde los días en que éramos un animal desvalido cobijado en las cavernas, donde el post-mono más parlanchín del clan animaba las gélidas veladas repasando las batallitas de caza. No es cierto que los españoles de hoy ya no tengan referentes intelectuales. Por supuesto que los tienen: los cocineros. Ellos son los nuevos filósofos. La auténtica intelectualidad.
Mi madre borda la «merluza en caldeirada», gran plato marinero gallego. Hasta ahora no me había fijado. Pero el otro día, viéndola afanándose ante la olla, me pareció divisar a la mismísima Hannah Arendt. El pensamiento ya no habita en las cátedras. Se ha mudado a los fogones.